El pasado 24 de octubre una tormenta tropical sin nombre se convirtió de manera súbita en Otis, un huracán de categoría cinco que golpeó Acapulco con toda su furia. El puerto estaba desprevenido. Si bien el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos avisó con unas pocas horas de antelación de la vertiginosa evolución y de que el impacto iba a ser directo en esa ciudad, la más poblada del estado de Guerrero, podemos conceder con reservas que las autoridades de México no tuvieran la capacidad de procesar la información a tiempo. Pero todo lo que ha venido después es inaceptable.
Otis inutilizó el aeropuerto, destruyó el hotel Princess, en la playa Revolcadero, símbolo de lujo de toda una época; desmanteló el estadio donde se juega el Abierto Mexicano de Tenis; desbarató el club náutico y la flota pesquera; dañó de manera severa uno de cada dos grandes hoteles de la Costera Miguel Alemán, pero sobre todo arrasó con el hogar de decenas de miles de personas y reventó las redes de servicio eléctrico, lo que dejó sin agua a la ciudad. La falta de elementos de respuesta del Gobierno (policía, sanitarios, rescatistas, bomberos…) abrió la puerta a los saqueos, algunos de productos de primera necesidad, pero otros también de lujo. La gente en el puerto vive al día, prestando precarios servicios al turismo, presente todo el año. Ahora se enfrentan a la desolación sin ingresos a la vista.
Ante este panorama, el presidente intentó llegar al día siguiente por carretera al puerto y se quedó varado (la foto de su coche atorado en el lodo, rodeado por militares atónitos, enmarca su sexenio), dedicó la rueda de prensa diaria posterior a atacar a los periodistas críticos y, por fin, al cuarto día, encabezó la primera reunión de su Gobierno para atender la emergencia. Pero no fue una reunión ejecutiva, con conexión a las unidades de rescate, sino otro monólogo. Abatido, en el Palacio Nacional, con un teléfono móvil en altavoz, López Obrador fue dando instrucciones, patéticas en su simpleza, a ministros de su gabinete en un caos bananero indigno de México.
Acapulco sufrió antes de Otis tres huracanes concurrentes. El primero no fue vertiginoso sino cotidiano. Desde que se puso de moda como destino turístico internacional en los años cincuenta, la degradación urbana convirtió un paraíso natural en un amasijo urbano. En Acapulco pasaron su luna de miel John F. y Jacqueline Kennedy. Allí tenían propiedades John Wayne, Johnny Weismüller y Errol Flynn. A Acapulco le cantaron Frank Sinatra, Elvis Presley, Agustín Lara y Raphael. Ava Gardner, María Félix y Sofía Loren fueron sus musas. Pero nadie se preocupó de regular su crecimiento y de dotar de servicios a los migrantes que llegaban de todo el país atraídos por el maná del turismo y que doblaban su población cada diez años. La línea de costa fue privatizada por los hoteles y dueños de apartamentos de lujo, con la corrupta complicidad de las autoridades, que crearon un muro de hormigón entre el mar y la ciudad, que creció en semicírculos desordenados conforme se alejaba del mar, hasta ocupar las montañas circundantes. La inseguridad, el caos, la sobrepoblación y la contaminación de las aguas alejaron a los viajeros internacionales. En lugar de arreglar la bahía, que mantiene su belleza intacta, pese a la saña humana con que ha sido tratada, la solución fácil fue abrir un corredor de crecimiento en los kilómetros de playa virgen de mar abierto que conecta con el siempre precario aeropuerto, con su ronda análoga de privatización del mar y caos interno.
El segundo huracán fue la violencia criminal. El puerto ha sido el escenario de disputa entre bandas que vieron en el turismo masivo de la Ciudad de México, a menos de 400 kilómetros de distancia y que remplazó a la jet set del Acapulco tradicional, un público perfecto para su portafolio de ocio nocturno ilícito: alcohol sin control de calidad, horarios ni edades, drogas de todo tipo y una amplia oferta de sexo por dinero. El negocio creció con la pasividad cómplice de las autoridades hasta convertirla en una de las ciudades más inseguras del mundo.
El tercer huracán previo a Otis fue el populismo, que tiene en la pobreza urbana y la violencia un abono perfecto para imponerse en buena lid democrática. Así sucedió con la alcaldía de Acapulco, el gobierno del estado de Guerrero donde se asienta el puerto y, desde 2018, el Gobierno federal con el triunfo de López Obrador.
Los resultados de esta Administración son nulos desde cualquier indicador objetivo que se use para analizarlos, salvo uno: el dinero que tienen las clases bajas producto del reparto indiscriminado en efectivo. Dinero en lugar de servicios. Dinero en lugar de infraestructuras. Dinero en lugar de seguridad. Dinero que no sirve para dejar el círculo de pobreza, pero que crea lealtad política, ya que se otorga como una dádiva personal. López Obrador ha desmantelado el Estado mexicano en todos sus frentes (salud, educación, seguridad, cultura, investigación…) y en todos sus niveles. Necesita dinero para seguir repartiendo y garantizar el voto a su delfín político. Y así no rendir cuentas por el Gobierno más ineficaz y corrupto de la historia reciente de México. La verdadera elección en el verano de 2024 será entre regresión autoritaria y democracia. Si Morena, el partido del presidente, consigue revalidar su triunfo el año próximo, la democracia mexicana, que ha resistido los embates del populismo gracias la fuerza de su ciudadanía y la capilaridad de su economía privada, sería inevitablemente derrotada.
«Si Morena, el partido del presidente, consigue revalidar su triunfo el año próximo, la democracia mexicana, sería inevitablemente derrotada»
En medio de esa batalla es que irrumpió Otis, con vientos de 270 kilómetros por hora, devastando una ciudad de un millón de habitantes que lucha, casi tres semanas después, por reestablecer los servicios básicos y que está expuesta como nunca a la arbitrariedad del crimen organizado.
Otis no ha tenido la respuesta que se debe porque López Obrador desmanteló, en su adictiva necesidad de dinero para sus fines clientelares, los recursos destinados a protección civil y que se acumulaban en un fideicomiso (el Fondo de Desastres Naturales, Fonden) para mantenerlos al margen de las veleidades políticas, pero también de los rígidos procedimientos de gasto del Gobierno federal. Todo ahora depende de su voluntad, no de protocolos de actuación; de su capricho, no de décadas de experiencia cumulada en atender calamidades naturales. Y su capricho y voluntad es minimizar el daño para no afectar su imagen de cara a las elecciones.
De ahí su errática y desganada actuación, que pone todo el énfasis en denunciar a sus críticos y atacar a los periodistas que han cubierto la tragedia, en lugar de atender la emergencia que está desembocando en una crisis humanitaria. Su torpeza y parálisis recuerda a la del Gobierno de Miguel de la Madrid en 1985, ante el terremoto del 19 de septiembre que sacudió profundamente a la Ciudad de México. Fui parte de la sociedad civil que, de manera altruista, voluntariosa y desorganizada, luchó durante semanas para sustituir la ausencia del Estado ante ruinas de la capital. Esa energía fue uno de los motores del fin de la larga noche priista sobre México. Y del principio de una nueva cultura de la protección civil que el actual Gobierno ha pulverizado.
¿La gente se «acordará de Acapulco», como le pedía Agustín Lara a María Félix, en las elecciones del año que viene? ¿Sabremos convertir la indignación en rebeldía cívica y el malestar en un voto masivo de castigo? ¿Cerraremos el negro paréntesis populista? Sólo así podría optar Acapulco a un plan de reordenamiento urbano, integración social y lucha contra lo ilícito que lo regresara al edén, cuando sus aguas cristalinas, cálidas todo el año, hacían las delicias de propios y extraños.